Como cada noche en la madrugada y al pasar por la Avenida
mis ojos tropiezan de nuevo con la manta.
Una manta marrón que tapa la conciencia.
Dos personas guarecidas de la intemperie dormitan.
Un hombre y una mujer que en sucesivos días repiten cajero.
Esa manta que veo tras los cristales me enseña la cruda realidad; un panorama dantesco que se obstina otra
vez en a bajarme los ánimos.
La manta me grita:
-¡Podrías ser tú la que yo estuviera cubriendo ahora!
Entonces miro la luna blanca y fría que asomando entre dos
balcones me susurra:
- No, aún no. Tú también esta noche tienes cama caliente. Mañana ¿Quién sabe?
Desvío los ojos de la intimidad descubierta de ese cajero sintiéndome
avergonzada espectadora de la manta que
nos cubre a todos los catalanes. A todos los españoles.
Tétrica manta que cubre pobreza, dolor, impotencia,
desempleo, desahucios…
Manta gélida que a duras
penas calienta maltrechos sueños. Manta
que arrastra desanimo entre raídos hilos de despotismo e indiferencia.
Mis pasos llegan a destino.
La puerta se cierra tras de mi.
Ya dentro, miro la calle.
Retorna el calor a
mis mejillas y en el refugio cálido del portal mi pensamiento se acerca a ellos
para darles las buenas noches.
Allí a escasos metros de mí con un extraño testigo velando sus
sueños: la cámara de vigilancia activada y el brillante suelo como colchón
duermen los furtivos huéspedes de la realidad social.
Buenas noches.